Hipérbole incesante
Por Alejandro Paniagua
Uno de los elementos que ha determinado mi vida, desde pequeño, es la necesidad imperiosa de tomar pastillas y medicamentos cada doce horas; o cada seis horas; o después de cada alimento; o cada vez que me abruma la incertidumbre; o cuando las paredes cambian de color; o cuando escucho pasar un avión, un helicóptero, un planeta habitado por un niño, un batimóvil, un monociclo, una carroza fúnebre; o cuando esa voz que anuncia: «El teléfono que usted marcó está fuera del área de servicio» suena acongojada; o cuando me pongo a pelear con el cocodrilo de una playera pirata de Lacoste, y pierdo.
Para mí las palabras y los nombres propios más significativos van siempre acompañados de un número: 100, 400, 20, 2.5, .5, y terminan irremediablemente con unas cuantas letras: mg, ml, mcg. Mi lenguaje cotidiano está plagado de neologismos que no significan mucho para los otros: Trapax, Gapridol, Seroxat.
En algún punto, hace no muchos años, llegué a tomar hasta once pastillas al día.
Los antidepresivos me ayudaban a eliminar una tristeza tan grande que se parecía a la fiebre. Una tristeza que me hacía sentir desdichado en los momentos más inoportunos: viendo a los Polivoces (en especial a Mostachón y al Wash and Wear), cortándome las uñas (aún hoy, el ruido de un cortaúñas me causa cierta pesadumbre), revisando las respuestas invertidas en las páginas finales de un libro de ejercicios matemáticos e, incluso, mientras intentaba masturbarme viendo cómo Alfonso Zayas seducía a Maribel Guardia.
Los ansiolíticos controlaban el pánico provocado por la sensación de sentirme perseguido. Por momentos, estaba convencido de que me perseguía un ser mitológico mitad humano, mitad caleidoscopio; un ser que al caminar producía un ruido aterrador de objetos que se entrechocan; una criatura que al andar iba formando figuras hermosas e impredecibles con sus órganos internos. Otras veces me daba terror pensar que iba tras de mí una vasta legión de esos mecanismos que les permiten a las muñecas decir: «Mamá». A veces sentía que me perseguían figuras aterradoras y ridículas, como un muñeco de rosca de reyes de quince metros de altura que al caminar iba destruyendo los edificios de la Ciudad de México. O simplemente el relincho de un caballo sin ojos, sin crin, sin belfos y sin intestinos.
Los antiepilépticos me ayudaban a eliminar espasmos en mi cuerpo que podían durar días y días. Estos movimientos involuntarios e incansables se manifestaban, sobre todo, en los brazos, en la espalda, en los pies y, el más molesto, en los labios. Por otro lado, también mermaban los ataques de ausencias, que por un segundo o dos hacían que fuera imposible reconocer a mis padres, mi casa, mi propia cara, mi voz, conceptos como el placer, el odio, el hambre o la sed. En los peores momentos, la epilepsia me generaba también una sensación de tener el cerebro inflamado. O fomentaba la certeza obsesiva de que dentro de mi corazón había un muñeco playmobil sin pelo, cuyos bordes y durezas lastimaban las paredes internas de mi órgano con cada latido.
Los calmantes me permitían dormir un poco. En esa época, tenía de forma recurrente tres sueños que me parecían agoreros. El primero: me encontraba en un bosque y veía que de pronto, a todos los animales sin cornamenta les crecía una, y a los que ya la tenían, sus propios cuernos les sacaban los ojos, el corazón, las tripas. El segundo: estaba yo en una catedral y de pronto notaba que el patibulum derecho de todos los crucifijos se expandía unos centímetros a la derecha, inclinando, agrietando o haciendo caer a cada uno de ellos. El tercero: me hallaba en una hacienda y, de súbito, veía que todos los hombres y las mujeres, cerca de mí, al intentar hablar, rezar o emitir un alarido, sólo escupían cenizas y chapopote. Se convertían en monstruos inmundos que lo ensuciaban todo con sus palabrerías.
Muchas veces me harté de los medicamentos. Recuerdo con claridad un día que me puse a jugar a las muñecas rusas con mis cajas de medicinas. Dentro de la más grande, la de los antidepresivos (mi Remerón de 30 mg), coloqué la que evita las convulsiones (el Tegretol de 200 mg), dentro guardé la de los ansiolíticos (mi Altruline de 50 mg), después metí la de los comprimidos que me ayudaban a controlar los ataques de pánico (el Aropax de 20 mg); al final inserté la más pequeña, la del medicamento que tomaba para poder dormir algunas horas (el Rivotril de 2.5 mg).
El Rivotril fue la última medicina que se me había terminado un par de días antes.
Vi un rato las cajas, luego las arrojé a la basura.
Temblaba.
Mi corazón latía débilmente.
Yo no quería ser como los cientos de miles que se suicidan tomando de golpe un montón de pastillas. Yo quería destruir mi vida dejando de tomar las que tanto necesitaba.
Aguanté así nueve días.
Por fortuna, o quizás por desgracia, desistí de mi suicidio similar y volví a tomar con disciplina y apetencia mis medicamentos de siempre.
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