De principio a film
Por Rodrigo González
Una de las principales funciones o logros del cine (y de cualquier expresión artística, para el caso) es la de re-interpretar, renovar arquetipos y presentarlos a las nuevas generaciones con el fin de facilitar el encuentro con los conceptos del bien y mal, la justicia y la injusticia, el honor y la vileza. En estas dualidades universales, podemos identificarnos, reconocernos y reforzar nuestras propias convicciones que nos permiten ocupar de manera más determinante nuestro lugar dentro del grupo social al que pertenecemos. Las películas de súper héroes, por ejemplo, han tomado el lugar de la épica, la cual nos muestra estos mismos arquetipos acercándolos al rango de modernas deidades que sirven como ejemplificación de los valores más puros sobre los que se construye nuestro contrato social.
Sin embargo, desde que el mundo es mundo y la narrativa occidental fue monopolizada por don Aristóteles y su poética, siempre han existido personajes fuera de los moldes establecidos que actúan por su cuenta, buscando una justicia superior a la justicia humana, motivados por un conocimiento o deseo superior que sobrepasa el entendimiento de los comunes. Estos personajes generalmente aparecen en momentos en el que el contrato social está severamente dañado y necesita reconstruirse: Aquiles (durante la guerra de Troya), Robin Hood (medioevo Inglés), o para el caso que nos ocupa, Jesse James.
Jesse James, sin embargo, es una figura atípica, pues en él no existe realmente un deseo de justicia ulterior ni un motivo que rebase la convención social. Jesse James es el bandido sin resentimientos, con un enorme apego familiar (lugar donde encuentra su mayor motivación), con un código de honor tan complejo como retorcido y con un profundo odio hacia las instituciones. Buscado por la justicia, su cabeza fue tasada en 10 mil dólares. La recompensa terminó cobrándola Robert Ford, miembro de su banda, que lo mató de un tiro por la espalda, hecho que sirvió para que la figura de James alcanzara dimensiones de un falso heroísmo y lo colocara al lado de nombres como el de Robin Hood.
Lo que parece relevante de este contexto es que en la medida que el capitalismo se convierte en el sistema dominante, más y más ejemplos de figuras provenientes del espectro que la narrativa tradicional considera el bando de “los malos”, se posicionan como los nuevos héroes.
De manera cada vez más frecuente encontramos a estos antihéroes que encarnan el descontento generalizado y que terminan aunque sea brevemente, por ocupar un lugar privilegiado en la pirámide sociocultural, aunque su caída sea en la mayoría de los casos, estrepitosa y trágica. Carlito Brigante (Carlito´s Way), Tony Montana (Scarface), Frank Serpico (Serpico), Vito Corleone (The Godfather), Michael Corleone (The Godfather), Travis Bickle (Taxi Driver), Derek Vineyard (American History X) o el mismísimo Alex Delarge (A Clockwork Orange), son claros ejemplos del antihéroe que el cine se ha encargado de recetarnos ante la tremenda confusión imperante creada por un sistema que ha corrompido el concepto del bien común.
Obviamente, en nuestro país esa figura no podía ser ocupada por ningún otro que no fuera el narco. No conformes con la mitificación de la violencia como subproducto de la corrupción, hemos sido testigos del encumbramiento de la figura del narco-bandido como epítome de la justicia social. El narco bueno infalible, justo pero temerario, sanguinario pero solo con los enemigos y con el gobierno, que es humano porque llora y se enamora y se emborracha, pero alejado de cualquier sentimiento que ponga en peligro su “causa” al mostrar debilidad. Un mensaje por demás chueco y torpe que en pos del rating en las televisoras pareciera no tener fin.
Y ante este rebatiña por el lugar de honor del emblema aspiracional del mexicano, olvidamos que la figura del narco en la realidad compite por el primer lugar con la del político mexicano. Y esa es la razón por la cual la balanza de nuestra narrativa nacional carece de equilibrio, pues ambos espectros forman parte del mismo bando, y para el resto de nosotros, en esta nueva historia de héroes y antihéroes nacionales no hay, ahora sí, a quién irle.
Sin embargo, como bien lo mencionó Kurt Vonnegut en una de sus tesis sobre antropología social, el buen drama solo existe cuando todas las partes tiene la razón. El problema es quizá que hemos olvidado ponernos a nosotros, a los ciudadanos comunes, a los de a pie, en el centro de la historia como los personajes principales, en historias donde podamos decir el asco y la rabia que sentimos y recuperar, aunque sea en la ficción, lo que nos han robado. Quizá si en las historias que nos contamos el resultado fuera diferente, metiéramos a la cárcel a los corruptos, a los narcos y a los políticos, algo podría colarse a la vida real. Por algo se empieza.
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