De principio a film
Por Ro González
Aviso: esta columna no contiene spoilers. O sí.
Vi Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017) y tengo pocos calificativos además de “enorme”, “fantástica”, “casi perfecta”, “impresionante”. Es como si después de verla en mi cabeza solo quedara (implantada) esa lista de palabras repetidas hasta el cansancio y demasiado obvias que siempre aparecen en los pósters de las películas domingueras o en los anuncios de las revistas de crítica especializada cuando, a todas luces se deduce que es una nota pagada. Pero bueno, como esta columna no lo es, pueden confiar (desde mi muy sesgada y poco humilde opinión) que sí es enorme, fantástica, casi perfecta e impresionante.
Hay que empezar por decir de esta cinta, que la forma en que Villeneuve la vuelve propia sin siquiera destruir un centímetro de la propuesta original es admirable. La tentación estaba ahí y sin embargo, todo en manos de Villeneuve mejora. Desde la presencia original de poderosas preguntas filosóficas ya inscritas en la novela de Philip K. Dick y revisadas a conciencia en todas las versiones de la Blade Runner original (aunque esto suene más raro que el gato de Schrödinger versión permanencia voluntaria) o la propuesta visual de Roger Deakins –que lleva a la perfección visual lo hecho por Jordan Cronenweth en 1982–, todo, absolutamente todo en la película funciona.
A los pocos minutos olvidamos que estamos viendo una película de ciencia ficción, y nos enfrentamos, aterrados a un cambio de orden en nuestra alineación de conceptos y en nuestro engranaje mental, nos enfrentamos a una sacudida moral, psicológica, social, humana en este presente casi futuro que no se antoja tan lejano ya.
Si en la primer película de la saga nos enfrentamos a la necesidad de definir qué es lo que hace humanos a los humanos, al presentarlos en contraste con sus propias creaciones –los replicantes, ahora en rebelión y anhelantes de libertad y de una vida propia–, en esta segunda entrega la pregunta esencial es si es el alma aquello que nos diferencia de todos los demás seres, aquello que nos otorga la pauta para decidir qué es y qué no es humano.
Y sin embargo, detrás de toda este bombardeo de cuestionamientos esenciales, de periplos filosóficos y de identidades descubiertas y re descubiertas, lo que queda en la memoria al salir de la sala son dos cosas terriblemente tristes: la primera es el enorme vacío emocional que produce darse cuenta que no hay esperanza. Que la raza humana, la nuestra, no la de las películas, está condenada a convertirse en una extensión de su propio alcance tecnológico o resignarse a desaparecer.
La segunda, que el único lugar donde podría existir cualquier tipo de esperanza es en el futuro, en los que vienen, en los que apenas están llegando. En los que todavía se divierten y gozan de sus experiencias en el mundo. No que yo no lo haga, faltaba más, pero pasar de los 40 me hace consciente de la mierda y del oprobio generalizado.
Pienso por ejemplo en Víctor, mi hijo que tiene 16, que hace trucos de magia maravillosamente bien, que va a la preparatoria, que tiene el corazón recién hecho pedacitos y que parece que ya encontró la forma de pegarlo. Pienso que en algún lugar de su cabeza, de su alma, de su experiencia, está la solución para que este mundo mejore.
Pienso también en los miles que salieron a las calles a ayudar a los otros en las semanas recientes de forma tan desinteresada e inmediata y que convirtieron una tragedia nacional en una fiesta de solidaridad, de unidad y de empatía y que también son como Víctor.
Pero pienso también en los que no salieron, los que no ayudaron, los que permanecieron indiferentes en sus oficinas y sus despachos, esos para quienes la empatía es acaso una palabra dominguera que estorba y que no aporta. Pienso en los que dieron mordida para construir un edificio con materiales de baja calidad, en los que robaron, en los que mintieron, en los que usaron los terremotos para sacar raja, hacer negocio, posicionarse. ¿Acaso esos tienen alma también?
Pienso en la enorme división en la que vivimos, pienso en el abismo que tenemos enfrente, en la desolación de compartir el destino del país con una clase política repugnante e insalvable, con la mitad del país en la miseria y la otra mitad demasiado preocupados en no convertirnos en pobres también.
Pienso en los tiraderos de basura de Blade Runner y la imagen me es enormemente familiar, cercana.
Pienso finalmente, en medio de ese vacío emocional que sí, que de haber alguna esperanza, está definitivamente en el futuro. Nosotros ya nos cagamos el pedazo de mundo que nos tocaba.
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