Los lenguajes de Gisela
Por Jazz Noire
¿Por qué Gisela? No lo sé. Nunca me ha gustado mi nombre (no sé lo digan a mis padres), no siento que sea uno que pueda combinarse fonética o estéticamente en los enunciados, no siento siquiera que combine con la vida.
Solo he conocido en persona a otras tres Jazmín (o mejor dicho, alguno de sus derivados: Jasmin, Jasmine, Yasmin, etc.), y he escuchado nombrar a otro par por amigos y conocidos. Pero todas ellas, en cuestión, han sido demasiado jóvenes; la mayor sobrepasa apenas los treinta. Y cuando lo pienso, no puedo imaginarme que dentro de unos treinta o cuarenta años, alguien se me acerque o hable de mí refiriéndose a “la señora Jazmín” o “doña Jazmín”; suena extraño, no suena bien. Jazmín no es un nombre que combine con alguien de edad, no es un nombre que combine con el título de una columna, ni siquiera a uno que remonte algo más allá de una planta de la cual brotaban pequeñas florecitas blancas de cuatro pétalos que maté alguna vez…
Por otra parte, Gisela fue el primer nombre que pensé, hace un par de años, cuando me vi en la necesidad de abrir un perfil falso en Facebook (ni siquiera recuerdo porqué tuve que hacerlo; pero ahí está, abandonado, como gran parte de los proyectos de juventud a los cuales se les pierde interés).
Seguramente fue un nombre que se quedó grabado en mí tras verlo en algún sitio, quizá en algún contacto, en algún programa o en la calle, escuchado de otra persona que lo mencionó. Pero desde el momento en que nombré ese perfil (en realidad su diminutivo, pero la esencia de Gisela se mantiene ahí), yo me volví un tipo de Gisela, una Gisela falsa, de minutos, pero que tuvo el poder y el privilegio de nombrarse a sí misma.
Y no, el nombre de Gisela tampoco me gusta mucho. Si tuviera que elegir, Abigail es mi nombre favorito, pero por extraño que pueda parecer, no veo a la versión actual de mí (ni siquiera a una versión falsa, de instantes) llamarse de esa manera. Así que, al final, tampoco es que haya tenido tanta libertad en nombrar el perfil falso o la columna, solo que los límites me los he impuesto yo misma.
Pese a todo, si tuviera la oportunidad de cambiar mi nombre por arte de magia, no lo haría, aunque una Jazmín anciana me sea tan inconcebible, aunque detesto aún más mi segundo e innombrable nombre por viejos traumas infantiles algo tontos (de pequeña, mi madre me llamaba con él cuando estaba enojada e iba a regañarme). Pero, ¿por qué? ¿Por conformismo?, tal vez. ¿Por costumbre?, puede ser… Pero, sobre todo, porque ha sido ese el nombre que, me guste o no, me define frente a todas las demás personas, frente a mí misma, durante 24 largos (y quizá no lo suficiente) años.
El nombre es la etiqueta con la que nos presentamos al mundo, la razón social que nos construye y nos identifica. Con un nombre tenemos un lugar en la realidad del otro, no somos ese “alguien” que sabemos que existe pero no nos importa; no somos ese “desconocido” que solo permanece en nuestro espectro la misma cantidad de tiempo que lo hace en nuestra vista; no somos “la persona”, “el hombre”, “la mujer”, “el anciano”, “la niña” o un simplificado pronombre; aun cuando la forma verbal de cómo nos recuerdan nos guste o no, aun cuando en muchas ocasiones preferimos llegar a los apodos cuando creemos que el nombre no encaja con la persona. “Tanto tiempo que tus padres se quemaron las pestañas pensando en un nombre, para que te terminen llamando *inserte aquí apodo cómico de su preferencia*”, diría alguien en algún lugar.
Puede ser, puede que la decisión haya sido producto de una madeja mental de casi nueve meses por parte de tus padres, o que quizá desde mucho antes, uno ellos o ambos tuvieran la determinación de un nombre para sus hijos. Puede que uno quería el nombre y el otro no; que hubo una batalla campal, negociaciones, o que simplemente consultaron un libro de nombres para bebé o, más modernamente, buscaron opciones en internet cuando ya sentían la presión del parto próximo. Puede incluso que haya sido al azar, sacado de un nombre extranjero o extraño que escucharon la semana anterior a la decisión, o inspirado en una persona importante (conocida o no, familiar o no).
Por mi parte, a mí siempre me ha gustado llamar a las personas cercanas con reducciones de su nombre. Un “Mildred” se convierte fácilmente en un “Mil”, un Víctor en un “Vic”. Es una forma linda y sencilla de mostrar el cariño que les guardo, como si al tener la confianza de reducir y descomponer un poco su nombre, supiera ya quien es la persona dueña del nombre entero, como si Mil fuera diferente de Mildred, una parte oculta y personal a la que solo algunos podemos acceder.
Al final, como casi todo en esta vida, los nombres son una cuestión que se rige por los gustos. Puede que al termino de todas estas líneas alguien me diga que Jazmín suena mejor que Gisela, que sí ha conocido una Jazmín anciana o que Abigail no es de su agrado. Y cada uno tendrá razón, tanto como que a mí, cuando recuerdo que mi madre consideró durante un tiempo en llamarme Dolores (como mi abuela), Jazmín comienza a gustarme mucho más.
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