Cuando empezó el mes de diciembre del año pasado yo apenas aterrizaba en Mérida con la firme idea de descansar por lo menos un mes, pasar tiempo con mi familia, cargar la pila, dejarme envolver por el terrible frío peninsular de 25 °C y esperar que el año arrancara con las chambas habituales. El destino quiso otra cosa y haciendo la historia larga corta, acepté viajar de nuevo a un par de proyectos fuera de la ciudad. Esa pequeña distracción me sacó de la posibilidad de ir al cine y me salvó, de cierta manera, de la ignominia de tener que procesar las fiestas decembrinas —y dejar asomarse la misantropía que me envuelve de verde y rojo en esas fechas—, pero a cambio, me puso en un estado frenético para asistir dos proyectos de campañas publicitarias que, ahora que lo veo con mayor claridad, hacen que siempre se me salga el monstruo.
El monstruo, pienso yo, no es bueno ni malo. Depende de la circunstancia. Sin embargo, es un monstruo. Tiene cara de perro enojado, pero mueve la cola. Grita en los momentos oportunos, pero cuenta chistes. Es impredecible, pero siempre saca la chamba. Un hijo de puta, pues. A mí no me cae mal, pero a lo largo de los años he encontrado que a mucha gente le incomoda muchísimo verme en ese estado. Prefieren el mí más humano, más sonriente, más accesible.
Me doy cuenta también que este asunto de los monstruos internos es una generalidad: todos tenemos uno y más o menos con cierta frecuencia lo dejamos salir a pasear libremente aun sabiendo las consecuencias que implica. Yo respeto mucho esos momentos en las personas. La vida que vivimos, honestamente no da para menos.
Pero una vez terminado el arranque prematuro del 2018, regreso a casa y finalmente puedo ir al cine. Me toca ver The Shape of Water (Guillermo del Toro, 2017). Aquí, Signore del Toro nos regala una pieza acuática de una belleza perturbadora. Podría hablar ahora de todas las bondades estéticas, la perfección de la técnica, la meticulosidad jazzera del soundtrack, los homenajes escondidos, las referencias, pero como todo eso es subjetivo y responde a lo que cada uno considera bueno o acertado (ya hay hasta quien lo acusó de plagio, ¡ja!) me quedo con una sola cosa: el monstruo.
Y es que del Toro, con una mano con más de 25 años creándolos, perfeccionándolos y compartiéndolos, y un ojo que sabe verlos y contarlos, nos dice que está bien añorar, tener, querer ser, amar un monstruo. Nos dice cuán necesarios son para separarnos de la caótica marea de mierda de este mundo, nos cuenta de sus poderes de sanación, de la compasión de la que se alimentan, de la irreductible fuerza amorosa que motiva sus acciones. De alguna manera, nos enseña a amar a los monstruos ajenos, y con eso nos señala lo importante que es amar los propios, procurarlos, alimentarlos, escucharlos, aprender de ellos.
Miro en el calendario los meses por venir y siento un desconsuelo mayúsculo en los pantanos más profundos de mi alma. Mis oídos sangran con la canción del movimiento naranja. Los planteamientos de las sabandijas que van a gobernarnos a partir de diciembre cada día me parecen más descarados y ofensivos. Los que se hacen llamar independientes solo porque renunciaron a sus mafias cuando no les dieron lo que quería me parecen los peores de todos. Llamo a mi monstruo interior, lo convoco, le pido ayuda. Mi monstruo me dice que él se encarga, que todo va a estar bien. Que esa monstruosidad llamada política mexicana tiene sus días contados.
Con esa certeza, me dispongo a disfrutar de este invierno peninsular. Leo el periódico: al precandidato del PAN a la alcaldía de Mérida lo detienen en el retén por conducir en estado de ebriedad. Eso sí: los monstruos no deberían manejar. Punto.
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