Secreter
Por Nora de la Cruz
Hay una imagen en la Ilíada que me gusta mucho: los héroes —o incluso los dioses— llevados al límite de sí mismos, movidos por el miedo o la rabia, entienden que no pueden más y suplican la intervención de alguien más poderoso postrados, abrazando sus rodillas. Siempre recuerdo esa idea de la rendición, de la humildad, pero también de impotencia, claro. Pienso en Príamo ante Aquiles, lloroso y vencido, abrazando las rodillas del guerrero. Pienso también cómo se agrava esta imagen con la soledad: lanzados al vacío de nuestras carencias, de nuestra fragilidad, lloramos y abrazamos nuestras rodillas. Cualquiera que haya tocado el límite de sí mismo sabe de qué hablo. De no ser así, la manera más precisa de acercarse a esa experiencia es la lectura de la primera novela de Marguerite Yourcenar: Alexis o el tratado del inútil combate.
El cintillo de Alfaguara miente, como es costumbre: no se trata de una novela sobre el amor y la sexualidad. Es, sí, el relato de un hombre que se descubre a sí mismo ante los otros, en este caso ante su esposa. La novela en realidad es una extensa carta con la que el protagonista revisa su vida, que entiende como una extensa infidelidad contra sí mismo por haber ocultado siempre su homosexualidad. Pero, aunque la historia sea la de su matrimonio y aunque el conflicto del personaje se relacione, en efecto, con la sexualidad, Alexis es algo mucho más amplio. Es el tránsito espiritual del individuo a través de su ser, de la ambigua naturaleza de su deseo, que es lo más insignificante y a la vez lo más poderoso. Es, ante todo, uno de los más bellos exámenes de la vergüenza y la culpa que se hayan escrito en la historia de la literatura.
Recuerdo la temporada en la que leí el Alexis. No había acontecimientos extremos en mi vida. Tenía ocupaciones y amistades y una ventana que daba al cielo y a la copa de un árbol. Tenía un gato noble y heroico. Pero cada noche me servía un litro de agua helada y lo iba bebiendo mientras leía la novela, y en esos minutos la vida parecía sombría. Marguerite Yourcenar, incluso a sus 25 años, tenía tanto poder en sus palabras que aun ahora impone la lentitud. Así iba yo, en mi cama, iluminada por una lámpara de buró, cruzando la oscuridad del alma de quien se odia, y me costaba cada página, y en algún punto me faltaba el aire. La gran verdad que el personaje descubre no es su propia identidad, eso no basta para quemarnos de esa forma; lo que nos hiere es que la inocencia no nos salvará nunca del dolor ni del mal. La vida no es sencilla, dice, y tampoco es mía la culpa.
Pienso en eso cada vez que abrazo mis propias rodillas y lloro queriendo ser otra. Pienso en que no hay un Aquiles orgulloso al que se le pueda implorar compasión. Uno se rompe y se rinde, cae en la noche del alma. Hace bien recordar el Alexis. Saber que la vida es así y que de nadie es la culpa.
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