Por: Abril Posas
Lo mejor de las historias que no fueron, es que los «hubiera» que aparecen cuando las recordamos así, incompletas, tienen mejores finales o al menos son inofensivos. No te puedes equivocar con algo que no pudo suceder y, por eso, las contamos como las anécdotas felices de nuestras vidas, sin empezar, apenas con una introducción que deja en incógnito el desenlace. Porque todo tiene final, eso nadie tiene que venir a enseñármelo, aprendemos a guardar con más cariño lo que se mantuvo suspendido.
Mi No Fue favorita tuvo. No. Tiene: es continuo, es una historia que reproduzco porque está ahí detenida, así que existe en el tiempo tantas veces como la repita. Mi No Fue favorita tiene como escenario la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el evento cultural y capitalista rampante de los amantes de los libros y los libros autografiados, que además, es el punto de encuentro de toda la prensa de la ciudad —más los que llegan de otras ciudades y países, que casi no tomamos en cuenta, una disculpa—, donde olvidamos que somos de medios en constante competencia para a su vez correr, reír, quejarnos, fumar, beber, tomar café y repartir Ibuprofeno a destajo cada mañana, como si estuviéramos en un campamento extremo del que todos salimos vivos, sí, pero con el cuerpo distinto —kilos más, kilos menos; depende de si la dieta se basó en lo que alcanzabas a comer o en lo que repartían en las comidas y cenas para los visitantes con presupuesto—, ojeras más hondas y un resfriado de miedo que duraba hasta Navidad. Ya me fui por otro lado.
Mi No Fue favorita sucede en la FIL, hace unos diez años. O hace diez kilos, como prefieran enmarcarlo. Es el primer día, llegué desde temprano y el aire acondicionado del recinto me obliga a no quitarme la gabardina. También porque ya tengo una laptop, seis carpetas, la agenda de la semana, mi celular, la bolsa y una botella de agua bajo el brazo y no quiero cargar nada más. Pero como tengo tiempo antes de iniciar con esa semana eterna que es como un lunes que no acaba hasta que ya se siente como un domingo de flojera, decido aprovechar el tiempo para ver de lejos los libros que quiero tener pero que sé que no voy a comprar. Así que voy al inalcanzable por excelencia: Colofón. Me paro en donde están los que amo-odio por sus traducciones: Anagrama. Y empiezo a buscar el de Nick Hornby que todavía no tengo: Alta fidelidad.
Hay tanta gente ya que ni parece que acaba de ser la inauguración y que es horario sólo para profesionales. Me abro paso al mismo tiempo que acomodo los lentes de pasta que se resbalan por la nariz. Me digo que si fuera más alta, más delgada, más guapa pues, sería protagonista de un video de M. Ward o hubiera llegado a los cuartos de final en un casting para aparecer junto a Joseph Gordon-Levitt. O no. Pero estamos hablando de hubieras, así que sí: si un director me hubiera visto caminando entre libros, gente con pinta intelectual y mil cosas en mi brazo, sin despegar los ojos del orden alfabético para llegar por fin a la H, de ahí a Hornby, de ahí a repasar los títulos, uno por uno, para encontrar, otra vez, que no hay ejemplares del libro que quiero, me toca el hombro, me convierte en estrella y yo no tendría que estarles contando esto.
Acostumbrada a peores decepciones —y las que me faltan— me planto frente al librero, quizá esperando a que aparezca mágicamente entre Funny girl y un título de Chloe Hooper o Robert Horton, hasta que estiro el brazo disponible y tomo Juliet, desnuda. «Ese es buenísimo, pero mi favorito siempre será Alta fidelidad». Me quedo estupefacta, pienso «¡La audacia!» al girar el rostro hacia el comentarista-crítico no solicitado y me encuentro con un hombre unos años más grande que yo que viste como Joseph Gordon-Levitt, si él usara también lentes de pasta y presumiera canas prematuras en las sienes. LA AUDACIA. Sonrío como una idiota, aunque lo disimulo. No pregunten cómo. «Nunca lo encuentro aquí», contesto. Y hablamos de la película con Cusack, de lo que hago ahí, de lo que él hace ahí, que conoce a mi jefa, que es muy su amiga, que hace mucho que no la ve, que la mande saludar, que seguro nos encontramos por los pasillos de nuevo y que ojalá la semana no sea tan pesada. Me tengo que ir, él se queda. No vuelvo a verlo. Jamás.
Y aquí es donde el «hubiera» entra en juego. Para empezar: si no me hubiera dejado impresionar como estúpida por su sonrisa torcida —LA AUDACIA—, hubiera puesto atención a su nombre. Tal vez lo hubiera garabateado en mi libreta de notas, para no perderlo entre tantos otros
—LA AUDACIA— que iba a tener que aprender durante la semana con todas las entrevistas agendadas. Tal vez, al hacer anotaciones sobre cambios de horario, direcciones de fiestas para colarme (sorry, not sorry) o puntos estratégicos para robarme un mezcalito de las cortesías de los estands de editoriales cool —LA AUDACIA—, lo tendría en mente durante los nueve días de la feria, para entonces regresar a la rutina de la redacción, acercarme a mi jefecita adorada y decirle que Fulano De Tal la manda saludar con mucho cariño —LA AUDACIA—. Y dependiendo de su reacción, hubiera sido el paso a seguir. Si ella hubiera respondido con un «Órale» antes de un abrupto cambio de tema, me olvido del asunto. Mas si hubiera dicho «¿Cómo que te lo encontraste? Hace mucho que no lo veo, es un muy buen tipo, ¿platicaste con él?» le pido su contacto de inmediato para, cobarde como he sido, no buscarlo nunca —LA AUDACIA—, a menos que lo localizara en redes sociales y le diera likes durante tres meses hasta que fuera su cumpleaños o compartiera una noticia importante en la que pudiera comentar algo genérico como «¡Felicidades!» —LA AUDACIA—, siempre y cuando no fuera su boda o el nacimiento de un hijo suyo, iniciando oficialmente El Comienzo.
¿La audacia?
Lo hermoso es que no pasó nada. No fue una gran historia de amor, no conocimos nuestros lados horribles, no aprendimos valiosas lecciones de nuestro tiempo —breve o eterno— juntos y, sobre todo, no nos convertimos en fantasmas del otro o en esa historia que evitamos contar a los otros porque nos invade la tristeza o el enojo o la vergüenza. Es más: ni siquiera sé si de su parte hubo esta chispa que todavía me recuerda que hace diez años —¿la audacia?—, o hace diez kilos, me enamoré efímeramente de un perfecto extraño mientras buscaba un libro que no podía comprar. ¿A quién engaño? Sí fue una gran historia de amor.
¿Saben qué es lo que más me gusta recordar de todo esto? Que aunque no fuera tan como Zoey Deschannel, hace diez años me veía es-pec-ta-cu-lar con esa gabardina, mis lentes enormes y medias negras. Gran historia de amor, se los juro, porque en mi No Fue favorita estoy segura que no me olvidaron tampoco.
Recent Comments