El recuento 2019 de Abril Posas
Llegué a la conclusión que hacer un conteo de los libros que leí, las series que vi o las películas que disfruté no aportaría más de lo que ya han hecho los otros autores y autoras que han respondido a esta H. invitación de Paraíso Perdido. Sobre todo porque no tengo HBO y me dan envidia todos los que han dedicado páginas a Watchmen o Chernobyl, principalmente porque me hubiera gustado disfrutarlas al mismo tiempo que los demás, cuando se estrenaban sus capítulos, no dos meses después, cuando un torrent o un DVD en descuento en MixUp cayera en mis manos. Ya para qué.
Sin embargo, estoy aquí, recién iniciado el 25 de diciembre —pasadas las dos de la madrugada— todavía con el sabor del bacalao delicioso que una de mis tías preparó para la cena de Navidad, aunque en realidad me arrepiento de no haberme robado una botella de sidra para quitarme esta sed cabrona después del pan, la pierna, la ensalada de manzana, otra vez el bacalao, el ponche y ese extraño regusto que me queda al pensar en un 2019 que se comió mis ahorros de manera rampante.
Este año aprendí que tengo —que tuve, que ya no tengo también— amigos a los que no les importa hacerse responsables de sus actos, a menos que los expongan en redes sociales, que el capitalismo es igual a la religión cuando los más viejos y los que están una generación arriba de la mía discuten. Que las oportunidades de abrazar a nuestros seres queridos van disminuyendo conforme pasan los días, no de la otra forma. Que hay automovilistas que siguen pensando que es opción echarte la lámina encima, a riesgo de atropellarte, porque durante una cuadra —una miserable cuadra— osaste ir delante de ellos porque estás en zona de prioridad ciclista. ¡La audacia de andar bicicleta!
Pero observo los ojos adormilados de mis gatos y me recuerdan que hay momentos de absoluta calma, aunque allá afuera truenan cuetes a destajo y tuvimos que esperar a las dos de la madrugada para acomodarnos en la cama, los tres pegados, para acordarnos que el 2019 fue posible gracias a las personas que nos quieren y que nos tienen fe. Decirle adiós a un cheque seguro y protector es tan difícil o tan sencillo como cambiar de marca de mayonesa. Es tan importante como uno decide que sea, las circunstancias nos dictarán qué posición tomar. Y la mía no era tan complicada porque he elegido un estilo de vida que me salva de esas responsabilidades de adulto que no comprendo, que a veces no entiendo por qué las elige otra gente que conozco y que se ve perfectamente feliz con ellas. No tengo hijos, no pago mensualidades de coche, no uso la tarjeta de crédito como si fuera a pagarse por sí misma, no soy adicta a ninguna droga —todavía—. De todas formas, no fue tan fácil como comprar otra marca de mayonesa, sino bien pinche penoso como comprar otra marca de mayonesa porque cambié un poco mi estilo de vida y, lo peor, tuve que aprender a mostrarme tan vulnerable como nunca me ha gustado que me vean.
Ahora tengo la cabeza de Marco, mi gato flaco, apoyada sobre la muñeca de mi mano derecha mientras escribo esto, y en sus ojos puedo leer sin problemas una petición a la cordura: nadie se murió, no tuve que vender mi cuerpo ni una parte de él, ni siquiera hubo necesidad de visitar a mis tías para intentar robarme una figurilla que pudiera interesar a un anticuario de cuarta, de esos que venden baratijas entre algunos tesoros en lo que los tapatíos conocemos como «El trocadero». No lo hice gracias a que a mi alrededor hay un grupo de personas que no permitieron que sucediera.
Admiro a los que dicen que han logrado todo por sí mismos. Y en el fondo no les creo del todo. Seguro alguien podrá salir de una piedra ahora mismo para contarme la historia de su vida, digna de una adaptación al cine. Pero, en serio, ¿totalmente solos? Me ha de costar trabajo creerlo porque —con todo y que hubo ocasiones en que me sentí absolutamente sola— me siento afortunada, pues este año me despedí de un cheque seguro para escribir tiempo completo y entonces darme cuenta de que la familia, los amigos, mi pareja, los colegas, los ex jefes no iban a permitir que diera vuelta en U, a la búsqueda de esa seguridad económica que no siempre nos llega pronto.
Es cierto que las historias en las que hay más obstáculos con oportunidad product placement en pantalla ganan más premios en festivales y un lugar en la posteridad. Aun así, las que en verdad ocurren y hacen la diferencia suceden porque el protagonista —tú, yo, ustedes, quien esté protagonizando esta biopic sin sentido que llamamos vida— contó con apoyo de los que tuvieron que recordarle que no todos podemos dar pasos agigantados, que algunos tenemos que trabajar el doble, que quizá tendremos el corazón roto un tiempo más pero el tiempo sana —destruye— todo, que otros aprenderemos a perderle el miedo a lo pequeño que nos hicieron sentir en aquellos años en que la inexperiencia nos convirtió en el blanco ideal de las inseguridades ajenas. Aquellos años de 2016, 2013, 2008, 1995, 1986, y el mismo día de ayer, en que debimos recordar, con lujo de detalle por conducto de otra persona, la razón que nos mueve a levantarnos de la cama hasta que nos pega la epifanía. «Sícierto», decimos no sin sentirnos un poco idiotas por haberlo olvidado de nuevo.
El 2019 tuvo sismas que me alejaron de un puñado de personas —siempre duele, por un sinfín de razones, no sólo las obvias—, pero me acercaron también a tanta gente a la que espero poder corresponderle del mismo modo o, mínimo, invitarle un trago cuando este tren medio descarrilado se afiance a las vías de nuevo. Porque gracias a todos ustedes, y a mis gatos, cada día se siente menos mentiroso decirme «Sícierto» al asegurarme que la vida vale pena.
Por cierto, lo mejor que vi en el 2019 fueron ambas temporadas de Fleabag y esta entrada pudo haber quedado ahí sin ningún problema. Si no la han visto, ¿qué diablos hacen leyendo esto? Váyanse a buscarla y luego platicamos.
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