No escribiré la gran novela de la cuarentena. Me di cuenta cerca de las tres de la madrugada, maratoneando una serie porque no podía dormir. Mi noche se dividió entre mirar el monitor, dar vueltas en la cama, quejarme del calor, del insomnio, levantarme por agua y repetir el ciclo. Vamos por la tercera semana de distanciamiento social (suena mejor que «encierro voluntario»). Aunque los introvertidos somos buenos viviendo enclaustrados, lo impuesto se siente por completo diferente a lo elegido. Se trata de un asunto de posibilidades: bajo condiciones normales decides no salir; en estos días no hay elección. Lo más sensato es quedarte en casa.
Durante los primeros días de encierro por Pandemia, en Twitter aparecieron memes recordándole al mundo que Shakespeare escribió Macbeth y El Rey Lear mientras estaba encerrado en casa durante el brote de una plaga entre 1605 y 1606. También cabe recordar que antes, en la cuarentena de 1592, el buen Willy creó dos poemas narrativos: «La Violación de Lucrecia» y «Venus y Adonis». Lo suyo, lo suyo era el trabajo en condiciones de presión existencial. La información me provocó sentimientos encontrados: agradezco haber nacido en un periodo donde la ciencia avanzó lo suficiente para tener vacunas y antibióticos, aunque no puedan (todavía) salvarnos de esta, pero me crea expectativas irreales sobre mi productividad.
Soy la única persona que habita en mi departamento, pero no necesariamente vivo sola. No es que cuenten mis plantas, con todo y que les puse nombres, sino que he sido ansiosa y depresiva desde niña. De pronto, la aceptación tediosa que desarrollé al crecer se volvió un superpoder en la cuarentena. Hay una rutina establecida. Sabes que un ataque de ansiedad viene por el calor, el mareo, la falta de aire, el corazón tratando de romper las costillas. Te das instrucciones: Respira profundo, distráete, separa los pensamientos catastróficos que el pánico te susurra al oído de los propios… Me sorprendió darme cuenta, en una de esas epifanías cotidianas que te vienen en la ducha o cuando te lavas los dientes, que ahora todo el mundo está ansioso, sin herramientas para enfrentarlo. Sin esos recursos que forjé con años de terapia, rutinas y ocasionales tandas de medicamentos. Eso es lo que más me desconcierta, por primera vez en la vida, el mundo exterior se mueve con el mismo vértigo que mi mundo interior.
Mi papá (al que he nombrado de forma por completo parcial y arbitraria «el mejor de la galaxia») me llama diario para asegurarse que estoy bien, me pregunta si estoy «escribiendo mucho». Le doy largas, me avergüenza decirle que no estoy escribiendo nada. Entre los conciertos desde casa de muchos de mis cantantes consentidos, las listas de lecturas frenéticas de mis contactos en Redes Sociales y la escritura irrefrenable de mis colegas es muy sencillo culparme por mi nula producción artística. El mundo necesita conservar la cordura, recurre al arte. De pronto, la exigencia de crear se volvió agresiva.
Mi generación creció en plena fiebre por el emprendimiento y la cultura del «gracias a dios que es lunes» de los sitios de coworking. En un mercado laboral saturado, los millennials nos volvemos adictos al trabajo a base de hiperconectividad y un genuino miedo a la precariedad. Decirnos que amamos nuestro trabajo o que nos haremos millonarios como Gates, Zuckerberg o Sophia Amoruso es un buen autoengaño para mitigar la dura realidad: la meritocracia solo funciona si tienes ciertos privilegios. En plena Pandemia, muchos no pueden trabajar desde casa, ni dejar de pensar (mea culpa) que si el virus los mata al menos ya no tendrán que preocuparse por no tener un ahorro para el retiro. El temor a no «valer nada» si no producimos es real y se aplica a todo. No en balde estudios de Estados Unidos, Australia, Canadá y Nueva Zelanda afirman que los millennials somos la generación más ansiosa de la historia.
Las expectativas irreales no solo vienen de los genios tecnológicos que dejaron la universidad a medias. Haruki Murakami se levanta a las cuatro de la mañana, corre 10 kilómetros y/o nada mil quinientos metros y escribe entre cinco y seis horas todos los días (o eso dice él). Kurt Vonnegut ya estaba en pie a las 5:30 am para escribir hasta las ocho, comía tres veces al día, cocinaba, leía, preparaba clases… además recordaba hacer lagartijas y sentadillas constantemente para no ponerse bofo. Yo me siento bendecida si logro salir de la cama, tener un buen día de trabajo y exprimirle a lo cotidiano tiempo para escribir. Por eso, ahora que en apariencia tengo muchísimo tiempo, mi ansiedad toma su megáfono y grita «¿De verdad vales como escritora si no escribes tu obra magna en la cuarentena?»
Obviamente no soy Shakespeare. Tampoco la única artista que no consigue agradarle a los dioses de la productividad desmedida. Es muy probable que muchos escritores, todos los artistas de hecho, hayan tenido periodos de sequía. Vincent Van Gogh, en una carta a su hermano Theo, decía: «Me siento tan enojado conmigo porque no puedo hacer lo que me gustaría hacer, en esos momentos uno se siente como si yaciera atado de pies y manos en un profundo pozo oscuro, amargamente indefenso».
El afán de producción no solo viene del salvaje capitalismo en el que vivimos, es algo mucho más profundo. Hacer cosas nos deja satisfechos, otorga propósito a la vida. Los filósofos dirían que hallar nuestro propósito es aquello que da sentido a nuestra existencia. El problema no es producir, sino el «qué». En estos días de cuarentena, encuentro satisfacción en cosas anodinas: mantenerme al corriente en el Trabajo de Día a distancia, ordenar la alacena, hacer una lista para pedir el súper en línea, sacar la basura o hacer mis tres comidas al día. Todos placebos de normalidad, de «adulto funcional» que sobrelleva el caos de la Pandemia. Me gusta pensar que, en vez de no estar produciendo nada, estoy logrando una estabilidad que me permitirá crear.
Mi abuela dice que el caos es parte de la creación, el escritor observa, vive en su mente, recorre el mundo de las ideas para extraer algunas piezas de ese desorden primordial. Darles sentido y significado. A menudo, se me olvida que el acto de escribir empieza mucho antes del momento en el cual mis dedos se estrellan contra el teclado. «Al igual que el fracaso, el caos contiene información que puede conducir al conocimiento, incluso a la sabiduría. Como el arte», apuntó Toni Morrison en uno de sus discursos. Fallar también es una forma de crear.
Cuando solo puedes sobrevivir, está bien centrarte en eso. Después de todo, los muertos no producen (aunque los espiritistas discrepen). Si algo me ha quedado claro en el tiempo que llevo escribiendo es que sin vida no hay arte. No lo digo de la forma literal que la frase adquiere en el medio de una Pandemia, Amanda Palmer lo explica mejor que yo: «La vida es lo que pasa cuando estás ocupada haciendo otros planes. Y, para un artista, el arte es lo que sucede cuando dejas que tu extraña, indeseada e impredecible vida te dirija a crear cosas que no esperabas hacer».
El mayor aprendizaje ganado en estos días de encierro voluntario es que no basta con ser amable con los demás y sus procesos, hay que empezar por una misma. No sé cuánto durará esto, pero sí que el cambio, la resiliencia y la capacidad de recrearnos también es arte.
Fotografía: Nathan-Dumlao / unsplash.com
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