Por: Abril Posas
He estado pensando que todo lo he estado haciendo mal.
No, espérense: todo lo relacionado con la pandemia. Veo las noticias, escucho lo que habla la gente que pasa debajo de mi ventana, me veo al espejo antes de dormir y algo me lo dice: la cagaste otra vez, reina.
Creo que todo comenzó en el día 2,679.67 del confinamiento. Me desperté temprano, como me gusta presumir que lo he hecho, pero esta vez sí lo hice. Me puse la ropa para hacer ejercicio y y antes de que pudiera decir «ahora sigue el perro boca abajo», estaba ya sentada en el sillón, un plato de huevo estrellado sobre un pan tostado de mantequilla, en el tercer capítulo de una serie que ya había visto. La verdad me golpeó de pronto: esta es la forma en que debí empezar la cuarentena desde el día uno. ¿Ejercicio, lectura, películas de arte y distanciamiento social? He quedado como una estúpida.
Frente a mí han transcurrido semanas de información que me hablan de lo grave que es el covid-19, de los grupos de riesgo, de la forma en que se transmite, en qué se necesita para frenarlo, cómo ha empezado a mermar la seguridad social y económica de países de primer mundo, testimonios de médicos y enfermeros que se juegan el día a día para salvar la vida de un montón de extraños malagradecidos. Suficiente, digo. Es momento de aplicar mi libertad y acceso a la información para, ¡ahora sí!, sacarle provecho a lo que pago de internet y elegir solo lo que me conviene, empezar a vivir feliz.
Toda esa gente en Francia que hace cola para entrar a Zara mandando al diablo la sana distancia, todos los que se fueron a comer camarones zarandeados al Mercado del Mar en semana santa, esos que se fueron a Punta de Mita a vivir la cuarentena como reyes, todos ellos: pinches héroes. Todos en el edifico encerrados, con niños que cada día aprenden a correr más duro para descargar toda su energía, mi novio con niveles de ansiedad alta bajo la sospecha de haber sido contagiado de covid-19 después de comprar tortillas, las escuelas cerradas y las clases en línea, todos nosotros: pendejos.
De haber sabido que esto iba a resultar de esta manera, empiezo con los bloody marys muuuucho antes de que la cerveza escaseara y horas antes de las 12 del día. Esto no se va a acabar nunca, ¿cierto? Más vale ponerle fin una misma. El plan es fácil, simple y ha funcionado durante milenios: selección natural. Pero aquí no se trata de grabar a los otros haciendo su rutina como en otras ocasiones y señalarlos. No. Nada de encabronarnos porque el de la fila del banco se puso demasiado cerca a nuestra nuca antes de estornudar ni preocuparnos al ver una multitud manoseando las mismas prendas en una tienda departamental.
La idea es que los que decimos estar hasta la madre del encierro —los que nos hemos podido encerrar y extrañamos los bares, los salones de manicure, las librerías y los libros que nunca podemos comprar por caros, los conciertos atiborrados en un espacio demasiado reducido y mal sonorizado— salgamos allá, a la calle y nos pongamos mal el cubrebocas, durante ocho horas. Después, de regreso a casa a vigilar la temperatura, la garganta, al cuerpo: si hay covid-19 no habrá acceso al hospital ni a medicinas ni atención de ningún tipo porque nosotros decidimos salir a pesar de las recomendaciones que nos han hecho.
¿Qué? ¿Demasiado estricto? Véanlo así: imagínense que la situación es como un embarazo no deseado, así que pueden compartirle a la mujer que considera el derecho a decidir sobre su cuerpo, un mensaje moralino y regañón, un «entonces no abras las piernas» y que acepte a su retoño como el castigo que representa. O que le dicen a una chica que denuncia a su acosador en redes sociales que si no quería que la atacaran, entonces no debió usar esa falda, salir de noche o beber alcohol.
Así que vayamos todos a la calle a hacer todo lo que hacíamos exactamente como lo hacíamos antes, no sin olvidar que las calles están más vacías en la noche y el mayor peligro ya no es el covid-19 sino alguien que te vea vulnerable al caminar en la banqueta sin testigo alguno. A menos, claro, que seas hombre. Un amigo me contaba que su mayor miedo era que otra persona lo contagiara, así que cambió los paseos de su perro a después de las diez de la noche, cuando no hay ni un alma afuera, para sentirse seguro. Los hombres están locos, ¿verdad?
Entonces podemos hacer eso.
O también aguantarnos otro rato —nosotros, que podemos hacerlo gracias a que el trabajo todavía no se nos ha detenido, y podemos realizarlo en una computadora, y no tenemos un familiar que nos hace daño aunque el presidente diga que eso ya no sucede—, con los bloody mary y esa nueva certeza de que siempre fuimos alcohólicos. Si cumplimos este plan, nos vamos a merecer de manera legítima poner un pie afuera cuando ya no seamos un riesgo para los demás y, más vale decirlo desde ahora, no habrá nadie que pueda juzgarnos por lo que hagamos desde el primer minuto del verdadero año nuevo.
Ningún ser humano tendrá derecho a juzgarnos por la manera en que nos comportemos con el pinche carnaval que se armará en toda la ciudad. Ni por el tipo de libros que enviemos a dictaminar a editoriales —las que sigan vivas— o concursos —que no hayan «desaparecido» el premio—. Ni por los nuevos problemas mentales que desarrollaremos y que empezarán a estudiarnos poco a poco. Nadie se burlará de los que lloren cuando regresen a los tianguis a manosear la paca de ropa de segunda, aunque no se lleven nada, porque será otra forma de felicidad. Si besamos al bartender del sitio favorito, habrá aplausos y abrazos. No habrá persona que se atreva a juzgarnos por sobregirar las tarjetas de crédito al comprar cartones de cerveza —les juro que no me vuelve a pasar—, papel del baño, ropa que ni siquiera nos quedará ya, macetas, juguetes para las mascotas y demás porquerías que Amazon no se ha negado a vender en esta época tan precaria.
Aprenderemos a vivir con una deuda eterna en nuestras tarjetas. Sin saber cómo, pero con nuevos incisos en los contratos de trabajo que las empresas de outsourcing (y otras que lo hacen de manera directa, porque los impuestos son para nosotros, los pendejos) agregarán con estatutos como «en caso de pandemia», «reducción de sueldo según la cartera del dueño» y «el seguro médico es una forma de apuesta, por eso está prohibido en esta compañía». Pero nadie tendrá derecho a decir nada al respecto. Y los trabajadores esenciales, esos que se encargan de que la basura se recoja, las verduras se cosechen, los supermercados estén surtidos, el dinero siga en los bancos, los hospitales atiendan enfermos, todos esos van a recibir miles de posts en Facebook y en sus grupos de WhatsApp: cursis, con errores ortográficos, hechos con Word Paint o una app que intenta emular acuarelas, llamadas a la acción manipuladoras como «Sabemos que no compartirás este post porque no se trata de súper héroes de Marvel» y ningún bono económico para apoyar a su familia, ni prestaciones básicas, ni insumos suficientes, ni un trato digno.
Pero nadie tendrá derecho a decir nada al respecto, porque son parte de todos nosotros: los pendejos responsables, que no salimos de casa porque tuvimos suficiente comida en el refrigerador y muchas series en Netflix para ver.
Ah, en fin. Tenemos de dos aguas en este momento, y todos sabemos exactamente qué es lo que va a suceder: esa normalidad, que para tanta gente era un círculo del infierno mal disfrazado de bonanza, no será la misma que antes. Será peor, porque si algo hemos aprendido a lo largo de tantos años en este mundo, es que sí, esto pasará. Y pasará de nuevo, y otra vez y otra vez y otra vez y otra vez. Por eso recomiendo que si esas dos aguas no nos convencen, sirvámonos otro bloody mary y abracemos nuestro alcoholismo, despistemos a los que están preparándose para la infame nueva normalidad y cuando menos lo esperen, BAM, empezamos a ser verdaderos humanos. Ya habrá tiempo de abrazar a los demás.
Fotografía: unsplash.com
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