Por: Abril Posas
Hola, tengo un nuevo temor, además del que ya todos compartimos al covid-19.
Es a envejecer. Un miedo que, ¡ya me lo caché!, es una trampa que cambia de forma de vez en cuando. O, mejor dicho, va acumulando formas a lo largo del tiempo, porque a medida que añade la capa más reciente de pánico a la propia senectud, no abandona las anteriores. La carga se hace más pesada, aunque lo que más preocupa es apenas lo que se asoma en el costal.
Estoy más cerca de cumplir 50 que de tener 20 años. Qué forma más complicada para compartir que tengo 38, lo admito, sin embargo refleja perfectamente lo que a veces me tiene despierta más allá de la media noche. Tristemente, ya no se trata de una fiesta o una conversación estimulante con un chico que me comparte nueva música. La verdad es que no es eso lo que me preocupa, eso de ya no tener energía para dormir tres horas y cumplir con el trabajo a la mañana siguiente, o aterrizar en el sofá de una amiga por no estar en condiciones para conducir. O irme en bicicleta de regreso a casa, porque lo peor que me puede pasar con cuatro caguamas encima es irme de ladito en las curvas.
Pero qué cosas digo: desde marzo, de todas formas, no podría hacer todo lo anterior. Ahora la distancia más larga es la que existe entre mi escritorio y mi cama (cuatro pasos en línea recta; hasta 22, si tengo que ir al baño o mantener el equilibrio cuando el suelo gira a capricho). Aun así, la vieja mula ya no es lo que era.
Lo que ya se suma al miedo a no perder jamás estos kilitos de más a pesar del ejercicio, a las enfermedades hereditarias y a la continua —a pesar de que es lenta y sigilosa— realidad que me susurra que lo que ofrece Pull & Bear es para adolescentes anoréxicas, grupo al que jamás pertenecí a pesar de mis intentos, lo veo desenvolverse en comentarios de Twitter o en Facebook.
Me ronda en la pantalla de mi computadora y de mi celular al leer las reseñas que alaban Midnight Gospel. No pude pasar del primer capítulo porque me mareé. No entiendo qué es lo que sucede con Animal Crossing o por qué ya nadie habla de ese juego cuando hace tres meses era el único tema de conversación. Y, seré honesta, Timothée Chamalet está carita, pero no es ni medianamente el galán que por el que tantxs babean en redes sociales.
Antes de que empiece a escribir un post en Facebook al respecto, la duda se siembra en la parte de atrás de mi cabeza: ¿es acaso un asunto generacional? Y ahí está: el miedo a envejecer. Pero no porque tenga miedo de ya no estar en la onda —«Y te va a pasar a ti»—, sino que temo convertirme en ese cñor que se burla del lenguaje inclusivo. O de la corrección política. O de los que vienen generaciones después de mí, con su música complicada y sus redes sociales cada vez más breves y pasos de baile más desangelados.

La nueva capa en esta cebolla de la decrepitud es descubrir que todo lo que me motivó, me hizo reír y llorar, los recuerdos que más abrazo de esta etapa que todavía (TODAVÍA, DIJE) puedo llamar mi juventud se van a convertir en los reclamos que yo le hago a mis adultos. Cuando escucho o leo los argumentos de quien no concibe que una mujer invite a salir a un hombre, o que no puede creer que alguien en el transporte público expone sus genitales a mujeres y niñas —siempre son hombres los incrédulos y los exhibicionistas, sorpresa-sorpresa—, que la libertad de protesta no es hacer cómoda una manifestación, que los chistes de hace 20 años ya no dan risa, que los hijos no estén de acuerdo en todo lo que dicen los padres, que, en general, ya todo es diferente, también presiento que voy a estar en ese lugar no tan lejos de esta fecha.
Qué pinche miedo ha de ser reconocer que lo que te hizo lo que eres es ya tan irrelevante, tan desechable, tan maleable, tan de otro mundo, imposible de reconocer. Que tengas que sujetarte con fuerza de tus congéneres y mirarlos a los ojos con un dejo de pánico, «esto sí pasó, ¿verdad?, nos pasó todo eso que ellos señalan, ¡y fuimos felices!» en medio de una vorágine, buscando un refugio porque las cosas se mueven aunque no quiera.
¿Cómo cargan con esa absoluta negación a que lo que cambió con ellos también tendrá que hacerlo con los que vienen detrás? ¿Acaso llegamos a una edad en la que estamos seguros que ya todo está como debe de estar, que no hay nada más que hacer, que nadie va a darse cuenta de que la porquería que intentamos esconder debajo de la alfombra está gruñendo y se mueve? Que así como hay una manera de empeorarlo todo, también existen mil formas de mejorarlo. Por obra de alguien que no tiene nada que ver (que no quiere nada que ver) con nosotros, además.
Carajo: ¿este destino, también predicho por Los Simpsons, es igual para todos?
En serio me da pánico tener que empezar a comprar ropa en tiendas que tengan agarraderas en los probadores en lugar de luz negra. Y de todas formas más me aterra despertarme un día y darme cuenta de que el tiempo me pasó por encima al leer las noticias directamente del chip que Elon nos implantará en el cerebro y escuchar mi propia voz diciéndole a los veintañeros de entonces, que ni siquiera me pondrán atención por mis comentarios necios: «Pinche generación de cristal».
Me da miedo convertirme en esa versión del Abuelo Simpson. ¿Les pasa también a ustedes? ¿O solo soy yo?
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