TEXTO DE ABRIL POSAS
Es cierto que las personas no somos las mejores en tomar decisiones. Tan solo miren a su alrededor y lo comprobarán: desde el corte de pelo que se hicieron ustedes mismos (lo bueno es que crece, amigos) hasta la deudota que se acaban de acomodar con esas compras de pánico durante esta pandemia que lleva ya cincuenta años.
¿Cuántas veces no he estado yo misma, petrificada en el pasillo del súper mercado, intentando decidir entre una marca de atún y la otra, ligeramente más económica pero de dudosa procedencia? Todos hemos sido el tembloroso señor Burns sufriendo ante la duda milenaria de siempre: ¿cátsup o ketchup? Ya sea en las urnas, en Tinder, en los tacos, la certeza no nos acompaña todo el tiempo y en más de una ocasión nos damos cuenta, ya muy tarde, que la decisión que tomamos fue un terrible error. Es decir, ¿una michelada con cacahuates? En verdad nos merecemos la extinción.
Sin embargo, aquí estamos. Ustedes decidieron llegar hasta este punto del texto y yo sigo sin lavarme los dientes a pesar de que ya pasan de las doce del día. La vida está llena de opciones que nos persiguen por todos lados, desde el momento en que nos levantamos de la cama hasta que nos acostamos (que parece que son los grandes cambios desde que algunos cuantos pendejos seguimos encerrados en casa), la cantidad de pasta que cocinaremos y el tiempo que le vamos a dedicar a una discusión en Facebook: enteramente nuestra culpa. Y está bien, porque cada quien es responsable de afrontar la vida como mejor le sale.
Obviamente lo que hacemos no se queda en el éter, flotando como el virus del covid-19 en la fila del banco después de que la señora de adelante se quitó el cubre bocas para estornudar sin taparse el hocico. Y su efecto es, quiero pensar, evidente aunque la ruca se haga la que no. Pero la gente se sorprendería de qué tan poco de nuestro día a día tiene que ver con la vida de los demás, y viceversa. Si yo decido no bañarme en la semana, la única que va a sufrir soy yo. Si elijo que hasta la siguiente quincena no comeré otra cosa más que tocino frito, mi colesterol me va a maldecir, pero mi vecina continuará atiborrando el área común con su ropa sin darnos oportunidad de secar nuestra ropa. Y eso último sí afecta a más de uno.
Supongo que nos cuesta separar lo que hace una persona con su libertad y lo que los demás dicen que debería hacer. Todavía existe aquel discurso que le encantaba a las monjas de las escuelas privadas donde estudié: no es lo mismo libertad que libertinaje. Pero parece que eso no aplica cuando quieres explicar que no es lo mismo tener un derecho que convertirlo en obligación.
Por ejemplo: todos tenemos derecho a ver el video del cholo en la patineta que canta con «Dreams» mientras bebe su juguito de arándano y envidiar su felicidad deslizable. Y aun así, nadie está obligado a regalarme una hoodie blanca y tenis Vans negros para imitar (por lo tanto: disfrutar) de un momento parecido. Lo que me podría dar felicidad no debería convertirse en una obligación para los demás. Otra manera de decirlo: si escribo un libro ustedes no tienen que leerlo (pero sí cómprenlo, no sean qleros); y si lo leen, tampoco tienen que gustarles. Y de todas formas, no me van a prohibir que lo siga haciendo, con buenos resultados o no.
Crónica fotográfica de Happymess.
Eso mismo pasa con el aborto. La interrupción voluntaria del embarazo es tan importante como la mujer que la considera ha decidido. Va a ser tan monumental y tan insignificante como las circunstancias se lo dicten (quizá tome en cuenta aspectos religiosos, o económicos, o sociales, o de los planes que tiene en su vida: nos vale madre), y los que estamos afuera no tenemos derecho a decirle qué debe pensar, sentir o decir al respecto. Tal vez lo que hace falta es concentrarnos en la manera en que su legalización y despenalización impacta a todos los demás. Nadie se va a morir si yo empiezo a escribir una historia —con sus personajes, sus espacios, sus transformaciones y sus obstáculos— y de pronto me doy cuenta de que no es el libro que me gustaría publicar. Puedo posponer su escritura para más adelante o tirar las hojas y eliminar el archivo de mi computadora: nada ha pasado. Y nada pasará después, porque lo que no existe no tiene un impacto en nadie. «¿Pero y si lo hubieras publicado?» ya no importa, porque no pasó. Además, sería mi decisión, pues soy la escritora, y no se lo debo a nadie.
Cuando le permitimos al estado castigar y a la sociedad estigmatizar al aborto, sí es posible que mueran mujeres y niñas que no tengan acceso al misoprostol y se realicen un procedimiento clandestino, con pocas medidas sanitarias.
Tener un hijo debería considerarse una decisión más en la vida de una mujer —o persona gestante, no sé—, al igual que en la de un vato. Si tu compa el Maik dice que no quiere tener hijos, lo único que debe hacer es usar condón, y nadie llora por los ingenieritos que se han destruido a lo largo de sus chaquetas, justo cuando descubrió lo que podía sentir si no sacaba las manos de su ropa interior. Hasta ahora no me he topado con publicaciones en Facebook de personas escandalizadas al encontrar el calcetín que el Maik tenía escondido bajo el colchón, tieso como la sonrisa incómoda de Britney Spears.
Esa es la actitud que, como sociedad, deberíamos tener con las mujeres que deciden interrumpir su embarazo: con un «aok» y pasar al siguiente asunto. Cada una ya verá cómo afronta ese proceso y quién la acompaña en su momento. Cuando dicen que no puede convertirse en un derecho porque luego todas abortaremos con la misma frecuencia con la que orinamos, en realidad estamos diciendo que cualquier Maik es más inteligente con sus decisiones que una mujer que sabe que no quiere tener hijos. Y, dicho sea de paso, nos hace sospechar de los que afirman tal cosa, y quizá son ellos los que no van a poder controlarse y querrán practicarse un aborto incluso si ni siquiera pueden estar embarazados (pinches capitalistas, quieren hacer todo). ¿Pero saben qué? El pinche Maik también suda la gota gorda cuando tiene que elegir entre marcas de atún y otros asuntos de la vida más estúpidos. ¿Por qué no podemos darnos el mismo beneficio a nosotras?
Al final de cuentas, sólo existe una respuesta que tiene peso y es la que debe respetarse si no tenemos ganas de dar explicaciones. ¿Que por qué escribo? ¿por qué tengo gatos? ¿por qué ando en bicicleta? ¿por qué prefiero dormir sin pijama? ¿por qué lloro en los conciertos (¿SE ACUERDAN DE LOS CONCIERTOS)? ¿por qué hablo más de películas y series que de libros? ¿por qué sigo sin lavarme los dientes?: porque quiero. Y ya, saludos al cholo del juguito de arándano.
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