UN TEXTO DE ALBERTO MENDOZA
El pasado julio acudí a una reunión anual de vecinos y, sin percatarme, me hallé tratando de descifrar un rostro medio oculto. Aunque la contingencia me ha ayudado a desarrollar la habilidad de adivinar identidades sólo por el color de los ojos, la forma de las cejas o la altura del peinado, esa tarde, sin embargo, me demoré en reconocer a uno de los asistentes —incluso juraría que no lo había visto antes—. Debajo de la tela de algodón, que era sostenida por dos hilos alrededor de las orejas, se asomaba una barba blanca y espesa que, en conjunto con una mirada severa, fueron rasgos que no tardaron en darme la razón acerca de que quien se encontraba detrás del cubrebocas era, sin cuestión alguna, Hemingway.
No evité pensar en París no se acaba nunca cuando Enrique Vila-Matas recuerda que visitó Florida para participar en un concurso del doble de Hemingway. Me sucedió, como en otros de sus libros, que puse en entredicho la veracidad de este singular pasaje. Al final de la reunión mi vecino había desaparecido y yo regresé al departamento, donde comprobé gracias a internet que el concurso existe en efecto, que es organizado cada año y que más de un centenar de hombres acuden, cada uno más parecido al Nobel que el anterior. En las fotografías que surgieron en la pantalla de mi computadora desfilaban muchos Ernest, todos en edad madura.
En ese libro, Vila-Matas detalla un viaje a París como pretexto para repasar sus años de aprendizaje en aquella ciudad. Su traslado estuvo esperanzado en entregarse a una vida de escritor y, así, «estudiar para Hemingway» como alguien decide dedicarse a la odontología o a la estética. Vila-Matas declara que conoció a Marguerite Duras, a quien no sólo le solicitó una buhardilla, sino que le pidió consejos sobre cómo escribir una novela, a la vez que trabajaba sin un escritorio y acompañado por las lecturas de Unamuno y Rilke.
Por mi parte, no supe de la existencia de mi vecino hasta dos años después de ocupar el departamento donde rento ahora. A Hemingway también llegué tiempo después que a Vila-Matas sin saber la relación que hallaría en estos autores —cronologías extrañas de la lectura—. En París era una fiesta, el Hemingway escritor se convierte en un personaje, una versión joven y de mayor vitalidad que narra la época de su formación literaria, resumiendo una serie de experiencias donde describe la relación con su esposa Hadley al compartir un piso en el número 74 de la rue Cardinal Lemoine. Además, el autor de Por quién doblan las campanas narra su amistad con Scott Fitzgerald y Ezra Pound, integrantes los tres de la generación perdida (término empleado por Gertrude Stein).

Días después a nuestro primer encuentro, volví a ver mi célebre vecino: iba de manga corta y llevaba unas bermudas que le hacían juego. Verlo de esta forma no me sorprendió cuando, obsesionado, leí que este año el concurso fue suspendido; tuve claro que aquel hombre –quien en definitiva no me era familiar— resolvió vestirse como lo habría hecho en Key West, lugar del certamen. La segunda inferencia —menos sobresaliente— me hizo comprender que mi vecino no disfrutaría de un premio que habría obtenido por los méritos que le conferían sus genes, pues sin haber visto su rostro totalmente descubierto yo no tenía duda del parecido entre ambos. Mi vecino, además, caminaba arrastrando los pies por las calles como si tuviera que resignarse a vivir como un imitador no oficial de Hemingway. No supe realmente si aquel andar era consecuencia del distanciamiento social de los últimos meses o si se trataba de la desilusión de un hombre que no realizaría el viaje que seguramente emprendía todos los años.
Aun así, yo conservo el deseo de saber más acerca de estas novelas de las que es posible extraer fragmentos de la poética de cada autor —y en propia voz—. Hemingway, por ejemplo, menciona la llamada «teoría del iceberg» —aunque no con ese nombre—, que se basa en omitir información en la trama y que en esta omisión debe radicar una fuerza para la historia; también plantea la importancia de poner distancia entre lo que escribe y su rutina diaria, acaso se detenga para pasear, para cenar y beber vino de Beaune, o hacerle el amor a Hadley tras un rato de lectura. Vila-Matas, a la par, admite su búsqueda de la ironía como remedio para el miedo a la escritura, mientras deshilvana la estructura de La asesina ilustrada, otra de sus obras.
Continué con estos pensamientos sin darme cuenta de que mi vecino siguió su camino sin que lo haya visto nuevamente desde entonces. Lo perdí y tuve que desprenderme de la posibilidad de abordarlo para discutir la veracidad de París era una fiesta creyendo que él, como candidato a ser el doble de Hemingway, tendría memorizada la biografía completa del escritor, confiado además en que a los organizadores del concurso debería interesarles mantener no sólo la presencia física de Hemingway sino compartir sus recuerdos a posteridad y para todo el mundo —o al menos para los turistas de isla Cayo Hueso, al sur de Florida.
En aquel momento, convencido de que tampoco habría forma de interrogar a Vila-Matas acerca de la verdad de París no se acaba nunca, me pregunté si en algún punto de su relato, al insistir en su parecido con Hemingway, se habría mirado en uno de los cristales del café La Closerie des Lilas buscando su reflejo y, a la manera de García Márquez y aquella anécdota con el autor de El viejo y el mar, si gritó con voz firme dirigiéndose a él mismo: «¡Adiós, maestro!».
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