Secreter
Por Nora de la Cruz
En la escuela donde estoy predomina el entusiasmo por lo documental: uno puede elegir, digamos, tres materias de cinco que se ofrecen cada semestre. De esas cinco, dos son documentales. Mi curiosidad se saturó pronto, sobre todo porque de una clase a otra se leen los mismos autores o libros. La cuestión es que, en lo que se llama por aquí la “ficción documental”, la gran obra es, por supuesto, A sangre fría. No pretendo discutir su relevancia ni su calidad, básicamente porque es imposible, pero me llama la atención que nunca se mencione, ni tangencialmente, otro monumento de la novela documental, al menos en mi opinión: la portentosa Blonde de Joyce Carol Oates.
Podría parecer un lugar común escribir sobre Marilyn Monroe, excepto si se ajusta la mirada. Si, digamos, la historia la cuenta una mujer y lo hace desde una perspectiva informada y feminista. Es cierto que Marilyn tiene todos los ingredientes del mito trágico: abandono, abuso sexual, fracasos amorosos, abortos, adicciones y un misterioso suicidio. ¿Cómo contar una historia tan sobrecargada sin caer en el patetismo? Oates lo consigue desviando la mirada del lector de todo esto, lo conocido, y llevándola por medio de la ficcionalización al sentido más profundo, que tiene que ver con la vida interior de su protagonista, claro, pero también con su circunstancia histórica. Oates hace, en otras palabras, justo lo que Vargas Llosa no concibe: en vez de censurar lo monstruoso del patriarcado, lo revela y lo explica.
No digo, claro, que Marilyn fuera un monstruo. Digo, sí, que fue una de las mujeres que padecieron toda la saña del patriarcado, a gran escala y bajo el escrutinio público. Nacida, no digamos en la clase baja, sino prácticamente «desclasada», se convirtió rápidamente en un producto explotable. A pesar de haberse convertido en una estrella de Hollywood, la mayor parte del dinero que generaba quedaba en otras manos (manos de hombre); no se le permitió decidir cuándo retirarse, lo cual minó su salud física y emocional, y cuando por fin quiso tomar el control de sí misma como actriz, nadie la tomó en serio. Como suele suceder cuando una mujer intenta plantear sus condiciones, se le tildó de difícil. Todos querían a la rubia boba, a la tierna y dócil Marilyn de voz de niña, y al mismo tiempo querían también la promesa de su sexualidad en labios rojos y vestidos entallados, en tonos graves y sugerentes: Happy birthday, Mr. President, happy birthday to you. Al final de su carrera los periódicos solo hablaban de su impuntualidad y de sus constantes ausencias a causa de resfriados y otras enfermedades que los directores consideraban imaginarias. Iba al set de filmación y trabajaba tres días, luego faltaba por semanas. Así es como está en mi mente: el cabello platinado, arrugas en torno a los ojos, el gesto de cansancio al resoplar con fastidio, pero sin perder la sonrisa. Una rubia famosa y adinerada se suicida a los 36 años, y a muchos les parece inexplicable. ¿Qué le hacía falta, qué podía desear? Don’t make a joke of me, fue lo que le dijo al último periodista que la entrevistó al despedirse. Marilyn bien podría ser un emblema de la lucha feminista, durante toda su vida luchó con todas sus fuerzas por las dos cosas que aún perseguimos: autonomía y respeto.
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