UN TEXTO DE ALBERTO MENDOZA
Dentro de las manías u obsesiones personales que más disfruto se encuentra aquella en la que cada determinados meses muevo mis libros de lugar, alterando su constitución geográfica en ese espacio que habitamos. Este gusto por frenar la monotonía tiene además una doble función, pues sirve como método para llevar a cabo una limpieza a profundidad del polvo acumulado, y ayuda a repasar aquellos que se han quedado al margen en la espera de una incierta relectura.
Aunque podría enumerar a los escritores que no recordaba que estuvieran ahí, considero que esta lista no sería tan interesante como la de aquellos autores a los que regreso con frecuencia, sea por nostalgia o porque existe una complicidad que ha sobrevivido tanto al tiempo como a las nuevas adquisiciones que se han integrado al hogar.
En este reordenamiento también sucede que aparecen libros extraviados, libros que se afanan en darle continuidad a su —de por sí— particularidad y extrañeza, revolviéndose entre otros títulos, acaso como pronunciamiento ante su imposibilidad de ser catalogados, o porque desean integrarse al juego de las corresponsabilidades.
En esta línea de libros singulares podríamos mencionar Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar, al que Joaquín Soler Serrano define como un libro del relato breve, la viñeta y el ensayo lírico. Es la capacidad imaginativa y surrealista de este libro lo que lo hace resistir a ser movido en conjunto con el resto de la literatura cortazariana, ya que al ser consultado con frecuencia —y de a partes—, termina constantemente fuera de toda posibilidad de estancamiento, hallándose aquí y allá de las estanterías.
Historias de cronopios y de famas evoca un aire fresco y lúdico en los escritos, bajo un acto conciliatorio con los objetos. Además, en este libro, Cortázar emplea una mirada casi antropológica, donde establece categorías desde el recreo literario, el cual puede remitirnos de nueva cuenta a la pretendida clasificación bibliográfica con la que ha comenzado este texto.
Podría citar una manía más en torno a Historias de cronopios y de famas: el acompañamiento de la lectura con los discos que Cortázar grabó para escuchar cómo sonaba aquello que escribía. De tal manera que conocí Conducta en los velorios antes en la voz de Cortázar, a través de esa erre arrastrada que, como autoengaño juvenil, pensé que se trataba de un latinoamericano que había vivido demasiado tiempo en el extranjero. Esta misma anécdota se repitió con los textos del Manual de instrucciones y su emparentada lectura guiada.
Como se puede inferir desde ahora, el arreglo de mi muy pequeña pero entusiasta biblioteca personal se rige por el sentimiento de distracción y el entrecruzamiento de los tomos, partiendo de su orden convencional. Incluso, encontrando manuscritos perdidos plasmados en hojas sueltas de cuadernos escolares. Éste es el caso del siguiente texto a propósito de la forma de colocar los libros en el librero.

De la manera de acomodar los libros
Hay que empezar por el más grande y hacia el más pequeño o viceversa. Que los escritores no coincidan consigo mismos, o de otra forma jamás escaparemos de un solo autor. Podemos organizarlos por el color, el número de páginas o por la forma del lomo. No se deben alinear por materia, ya que entonces los discursos que empleemos serán siempre monótonos y aburridos. Si no se tiene una escalera, abstenerse de distribuirlos a mayor altura de donde alcance el brazo alzado y con los pies en punta.
Tampoco hay que separar aquellos libros que más apreciemos de esos otros que no sean tan significativos. Por el contrario, formemos a los buenos textos con los no tan entrañables, a los filosóficos con los mágicos, a los fantásticos con los críticos y realistas en extremo, incluso al absurdo hay que hermanarlo con los manuales de lógica de la universidad; así como todas las combinaciones impensables, para mostrar el respeto general del lector por lo que se lee.
Guardarse de dividir los textos ya revisados de aquellos cuyo contenido se desconozca pues siempre habrá relecturas que nos descubran un nuevo panorama o que sirvan como el reencuentro con nosotros mismos bastante más jóvenes.
En la lectura, se sugiere siempre dejar un diccionario sobre el escritorio —para mejor rendimiento, leer tres palabras hacia arriba y cinco al lado contrario partiendo de la inquietud por la que se tomó el diccionario en primera instancia—. Sírvase incluso de contar con un grupo de servilletas donde anotar esas incógnitas, y que serán desplegadas al final como un abanico de dudas.
Si se piensa apilar los libros en un rincón, habrá que dotarlos de un mecanismo cómodo de consulta para no tirar la torre al suelo al sacar el libro demandado, y que generalmente es el que está debajo de todos los demás como una regla general y casi astrológica. A los biógrafos y enciclopedistas históricos, lanzarlos al interior de un único cajón, pues son datos que interesan no en singular sino por volúmenes.
Recordar que para sostener un libro en la repisa hace falta más que un artefacto de soporte o contrapeso, hay que sustentarlos con la intención de que serán leídos en un futuro cercano, o se correrá el riesgo de que éstos no consumen el propósito para el que fueron creados. (Un libro no es un adorno, no importa lo que diga tu tía la mayor). No es necesario que los libros cumplan la suficiencia del espacio asignado, pueden acompañarse por un jarrón, un reloj de cuerda o la fotografía de tus primos segundos.

Fotografías: Alberto Mendoza
Recent Comments