UN TEXTO DE ALBERTO MENDOZA
Hay una frase de Orhan Pamuk acerca del arte de la novela en la que señala que el éxito de este artificio radica en la capacidad —la del lector— para creer simultáneamente en estados contradictorios. Pamuk se centra sobre todo en la dualidad del lector ingenuo y el sentimental, es decir, el que cree sin ningún prejuicio en lo que lee, y el que se acerca a la literatura a sabiendas de que es la invención de alguien más y solo eso. Afortunadamente, sigo confiando en que la mayoría buscamos identificarnos con el primer caso.
Reconsidero hasta dónde puede esto aplicarse a otros géneros. Permitámonos trasladarnos al campo del cuento, e incluso llevémoslo a otro nivel escindiendo la lectura entre aquellos que prefieren las historias que caen en el terreno del llamado realismo —y como diría un profesor en la universidad: «¿Y eso con qué se come?»—, que se decantan por tramas que podrían sucederle al vecino de la casa de enfrente o a la maestra de yoga que visita la oficina todos los miércoles, y de quienes creemos en las situaciones extraordinarias dentro de los relatos sin oponer ningún reparo y sin el mínimo juicio de valor. (No sé si esto nos convertiría en ingenuos de segundo orden en la escala de Pamuk.)
Es este último el lector que más nos interesaría llegar a ser: aquel que ha sido convencido y que ha logrado ver a través de los ojos del protagonista por más insólito que sea el relato que acaba de pasar ante su mirada. Pienso, por ejemplo, en la lectura de los cuentos de Amparo Dávila, cuya poética encuentra lugar en una doble percepción: una prosa generada desde lo cotidiano y una atmósfera creada en función de una estética de lo extraño.
En esta vinculación, me parece singular que en ambos autores aparece la imagen del bosque como metáfora recurrente: para Pamuk el bosque es el espacio al cual es introducido el lector para que, a partir de los detalles (de cada árbol y de cada rama), se llegue al descubrimiento de todo el ambiente de la historia; en Dávila, el bosque se presenta acaso como alusión de un punto de escape, el camino hacia lo desconocido y para satisfacer el deseo de libertad de los personajes.

Las ideas de Pamuk se aproximan, más que a la novela en sí misma, al oficio de narrar. Incluso uno de los aspectos que suele enmarcarse en el cuento, Pamuk lo transporta a la novela, es decir, más que la psicología del personaje, a Pamuk le resulta de mayor interés la manera en la que los personajes reaccionarían «a las múltiples formas del mundo», lo que es percibido por los sentidos y, por lo tanto, los eventos transcurridos. En Dávila, por su parte, observamos cómo los ambientes se convierten en personajes; asimismo, vemos que, si como poeta, las alegorías de Dávila se construyen desde la imagen que aflora en el verso, en sus cuentos las analogías surgen a partir de las circunstancias en las que son sumergidos los personajes.
En Dávila intuimos un universo personal que la autora ha fusionado con sus relatos, que tiñe sus historias, anhelante de compartirlas con sus lectores. Esta identificación con quienes estamos del otro lado de la página produce que el asombro final no resulte tan ajeno una vez que comenzamos a comprender la integración de la experiencia vital de Dávila y su imaginario. Además de esta esencia contemplativa, Dávila se mueve comúnmente entre espacios cerrados: la casa, los cuartos, el debate mental donde los pensamientos ayudan a complejizar a sus personajes y a que empaticemos con ellos.
Sus construcciones —siguiendo con Dávila— son catarsis de los miedos y la ansiedad que se convierten en pasadizos oscuros y amenazantes; en gran parte de sus relatos existe algo inquietante siempre aguardando. Horas insomnes que vuelan a la fantasía. Si en la poesía de Dávila encontramos la angustia y la melancolía, en la prosa se complementa la soledad, el deseo, el sufrimiento interior, y silencios que no se relacionan precisamente con el ritmo. Es de apreciar que aunque Dávila cuenta con una voz poética, no se deja llevar por las figuras líricas en la prosa sino que el lenguaje se subordina a la trama velando por la integridad del relato.
En otros de sus cuentos, asistimos a los sueños de Amparo Dávila, evocaciones profundas o rumiaciones, como el preso que tiene todo el tiempo para dilucidar mientras cumple su condena; nos hallamos ante la presencia incesante de temores que han sido transformados con la imaginación. Lo fantástico surge en Dávila constantemente desde el desconcierto. A partir de lo habitual u ordinario construye una imagen, un pasaje distractor para luego asestar el golpe que habrá de sumergirnos en sus ambientes, no importa cuán surreales lleguen a parecer.

Casi para el final de su libro, Pamuk dice estar orgulloso de identificarse con los personajes de los libros que lee, e incluso sentir que el autor le habla al oído. Yo habría de lanzar la pregunta acerca de si podríamos sentirnos orgullos también cuando Dávila se dirige a nosotros desde ese páramo onírico y confiamos en que todo es verdad sin necesidad de buscar una interpretación más allá de lo que podemos encontrar en el texto. Seré ingenuo en el sentido de Pamuk y responderé que sí.
Fotografías: Alberto Mendoza
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