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Una columna (no) es un confesionario

Una columna (no) es un confesionario


NUNCA VOY A BRILLAR EN SOCIEDAD

COLUMNA DE MAJO DELGADILLO

Estudié periodismo. Eso no es ningún secreto. En mis años en la licenciatura, en más de una ocasión tuve que escribir una «columna» para obtener una calificación. De aquellos días, en los que a nadie le importaba lo que yo tuviera que decir, me quedó la noción de que una columna no puede ser un confesionario. Quizá por eso estuve dos semanas pensando en cómo iniciar esta que, por supuesto, llega tarde (perdón, editor). Quizá porque me enseñaron que una columna debe ser universal, hablar de los «grandes temas», presentar argumentos fuertes y bien elaborados sobre lo que sea de lo que habla. Quizá también porque en las últimas dos semanas no he tenido mucho espacio para hablar, o ni siquiera para pensar, algo que no sea inmediato y personal. Confesional, al fin y al cabo.

Pero, antes de entrar de lleno en la confesión vamos por partes. En las dos semanas en las que no pude comenzar este texto se han celebrado varios días mundiales de cosas que importan. El primero: el 10 de octubre es el Día Mundial de la Salud Mental. El segundo: el 19 de octubre es el Día de las Escritoras. En las dos semanas en las que casi no pude enfrentarme a la pantalla en blanco, estuve dándole vueltas y vueltas a que estas dos cosas se conmemoren el mismo mes, con apenas unos días de diferencia. Porque, y ahora sí viene lo importante, durante estas últimas dos semanas estuve enfrentándome a un muro erigido sobre esos dos asuntos: la escritura y la salud mental.

#Confesionario

El año pasado me rompieron el corazón como nunca antes. Pasé noches sin dormir y días enteros llorando. Estuve severamente deprimida y ansiosa. Gracias al esfuerzo de mi familia y al cariño de mis amigos, comencé a tomar antidepresivos y una terapia que me salvó la vida. El año pasado, como nunca antes, me sentí incapaz de enfrentarme a la página en blanco, a decir cualquier cosa que valiera la pena, a conmover a nadie. Me rompió el corazón alguien, sí, pero sobre todo me rompió el corazón la escritura. La escritura: una de las cosas que más amo en el mundo, una de las que más duelen, también. Tomó un ejército de cariño y medicamentos sanar lo suficiente pare sentirme persona de nuevo. Volví al doctorado, aunque pensé que no podría. Volví a escribir, aunque pensé que no podría.

La cosa es que el peso de ese corazón roto sigue sobre mis hombros. Y, aunque ahora casi siempre me deja respirar, todavía hay días en los que no puedo. No puedo levantarme. No puedo dejar de llorar. Mucho menos me siento capaz de escribir. Hace dos semanas tuve unos días difíciles. Tengo suerte porque tengo a alguien que literalmente me ayuda a levantarme de la cama y me asegura, una y otra vez, que puedo respirar, puedo moverme, puedo escribir. Pero, aún con todo eso, me pasé días pensando sobre qué escribir por esa noción de que una columna debe cimentarse en los «grandes temas» y mi único tema ha sido no poder escribir.  Y de pronto me pregunté a mí misma, ¿por qué la vulnerabilidad no podría ser el tema de mi columna? ¿Por qué escribir desde el cuerpo en el que existo, con sus limitantes y sus enfermedades, sería una confesión sin importancia?

Porque escribo lo que escribo por este cuerpo que habito.

Por las cosas con las que lucho todos los días y que no comienzan con la página en blanco, sino con levantarme de la cama. Comer. Bañarme. Hablar con personas. En su libro Disfigured, On Fairy Tales, Disability, and Making Space, Amanda Leduc (@AmandaLeduc) dice, «he navegado mi camino por el mundo timoneada por el hecho de que mi cuerpo es diferente. […] Soy quien soy por este cuerpo y sus lecciones y aprendizajes. Me define. Cada paso que doy es un recordatorio de cómo mi realidad física está definida en el mundo». Leduc tiene parálisis cerebral, es canadiense, ha publicado varias novelas y ese libro bello que es Disfigured. Yo no quiero comparar mi lugar de enunciación con el suyo, pero leo esas palabras y pienso que sí. Que tiene razón.

Luego leo a Daniela Rea (@DanielareaRea) con su participación en Tsunami, «estoy en casa escribiendo sobre crianza y ambas niñas llegan a mi lado, Naira con unas tijeras para cortarme el pelo, Emilia gateando para mostrarme que ya se puede parar. Mientras escribo esto, Emilia se mete entre mis piernas como un cachorro. Y yo pienso en todas las mujeres que han escrito así», y quiero abrazarla hasta que se acabe el mundo. Leerla hasta que se acabe el mundo. Pensar junto con ella. Escribir junto con ella y con todas esas mujeres que evoca y que escriben así: acompañadas por sus hijes, por sus cuerpos, por sus enfermedades, por sus pasiones, por sus confesiones. Quiero que escribir desde la vulnerabilidad y del amor, desde los cuidados, también importe. Importe tanto. Importe más.

Más de un día

Seguramente habrá en los confines del internet (siempre hay) algún listillo que se pregunte para qué necesitamos un «Día de la Escritora» y un «Día de la Salud Mental». Y ahora, porque lo que digo importa lo suficiente para tener este espacio, digo: necesitamos un día mundial porque hasta hace medio siglo, para una mujer, tener una mente activa no era un síntoma de genialidad sino de enfermedad mental. Necesitamos muchos días porque, como en la anécdota de Cristina Peri Rossi y su tío, el mundo nos dice que «las mujeres no escriben. Y cuando escriben, se suicidan». Necesitamos sentirnos acompañadas porque a Virginia Woolf, y a Alejandra Pizarnik, con toda su brillantez y su belleza, las consumió la noción de insuficiencia, la tristeza profunda de la soledad. Porque Sylvia Plath se rindió, pero nosotres no podemos rendirnos. Porque, como escribe @ciguapa, por tantos años «nos han querido hacer creer que las mujeres como yo nunca han escrito». Porque ya nos advirtió Han Kang del peligro de nuestros silencios.

Necesitamos más de un día porque, tras el cuarto propio, necesitamos estarnos. Necesitamos que nos lean y que nos escuchen, pero sobre todo necesitamos escribirnos. Necesitamos todo el tiempo porque quiero saber más nombres y formar parte de las mujeres que escriben. Quiero estar con ellas: con Toni Morrison, Mariana Enriquez, Norah Lange, María Luisa Bombal, Carmen María Machado, Luisa May Alcott, Arundhati Roy, Anne Carson, Emily Dickinson, Joyce Carol Oates, Alice Munro, Octavia Butler, Samanta Scweblin. Con Alaíde Ventura, Ave Barrera, Guadalupe Nettel, Sara Uribe, Gabriela Damián Miravete. Con ellas. Con más de nosotras. Con las historias de nuestros cuerpos y nuestras imaginaciones. Con nuestros propios temas que no sean «grandes», sino que sean otros, más variados, más complejos. Y lo pienso y lo confieso tarde, en este mes extraño, confinada entre montañas. Me gusta que el Día de la Salud Mental y el Día de la Escritora estén juntos. Me gusta la idea de desechar los «grandes temas», de quitarme el miedo a confesar, a ser vulnerable. Me siento, de hecho, liberada para nombrarme así: soy una mujer cuya salud mental sufre. También escribo y lo que escribo es una muestra de cómo mi cuerpo se mueve por el mundo. Y eso importa. Importa tanto. Importa más.


Fotografía Clem Onojeghuo / Unsplash

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